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«Illusions Perdues» in spagnolo

Il libro Illusions Perdues in spagnolo

Ilusiones perdidas

44 voti
✒ Autore
📖 Pagine608
⏰ Tempo di lettura 42 ore 30 minuti
💡 Pubblicato1843
🌏 Lingua originale Francese
📌 Tipo Romanzi
📌 Generi Prosa, Psicologico, Realismo, Sociale
📌 Sezioni Romanzo psicologico , Romanzo realistico , Romanzo sociale

Illusions Perdues: leggi il libro in spagnolo.

Primera parte. LOS DOS POETAS

Al señor

Usted, que, por el privilegio de los Rajad y de los Pitt, era ya un gran poeta a la edad en que los hombres son aú n tan pequeñ os, como Chateaubriand, como todos los verdaderos talentos, ha luchado contra los envidiosos emboscados tras las columnas, o agazapados en los subterrá neos del perió dico. Con tal motivo, tambié n deseo que su nombre victorioso ayude a la victoria de esta obra que le dedico, y que, según ciertas personas, será un acto de heroı́smo a la ves que una historia llena de verdad. ¿Acaso los periodistas no hubiesen pertenecido, como los marqueses, los inancieros, los mé dicos y los procuradores a Moliè re y a su teatro? ¿Por qué pues la Comedia Humana, que castigat ridendo mores exceptuarı́a una potencia, cuando la Prensa parisiense no exceptúa ninguna? Me considero dichoso de poder declararme de este modo, su sincero admirador y amigo.
DE BALZAC.
En la é poca en que esta historia comienza, la prensa de Stanhope y sus rodillos distribuidores de tinta no funcionaban aún en las pequeñas imprentas de provincias. A pesar de la especialidad que le pone en contacto con la tipografı́a parisiense, Angulema utilizaba siempre prensas de madera, de las que se ha conservado la expresió n "hacer gemir las prensas" que hoy en dı́a ya no tiene razó n de ser. La antigua imprenta utilizaba aú n los tampones de cuero, recubiertos de tinta, con los que uno de los prensistas frotaba los moldes. La plataforma mó vil en donde se coloca la forma, sobre la que se aplica la hoja de papel, era aú n de piedra y justi icaba su nombre de má rmol. Las devoradoras prensas mecá nicas han hecho hoy olvidar tan bien este mecanismo, al que debemos, a pesar de su imperfecció n, los bellos libros de Elzevir, Plantin, Aldo y Didot, que es necesario mencionar el viejo utillaje por el que Jé rô me-Nicolas Sé chard sentı́a un afecto supersticioso, ya que desempeñ a un papel en esta gran pequeña historia. Este Sé chard era un antiguo prensista, a quienes en su jerga los tipó grafos llamaban osos. El movimiento de vaivé n, que se parece bastante al de un oso en la jaula, mediante el cual los prensistas van del tintero a la prensa y de la prensa al tintero, les ha valido, sin duda alguna, este apodo. Pero, es a causa del continuo ejercicio que estos señ ores hacen para coger las letras en los ciento cincuenta y dos cajetines que las contienen. En la desastrosa é poca de 1793, Sé chard, que contaba unos cincuenta añ os, se encontró casado. Su edad y su matrimonio le habı́an librado de la gran movilizació n que llevó a todos los obreros al ejé rcito. El antiguo impresor se quedó solo en la imprenta, cuyo propietario acababa de morir, dejando una viuda sin hijos. El establecimiento parecı́a estar abocado, por lo tanto, a una inmediata desaparició n. El solitario oso parecı́a incapaz de convertirse en mono, ya que en su calidad de impresor nunca había sabido leer ni escribir. Sin tener en cuenta esta incapacidad, un representante del pueblo, que deseaba dar a conocer en seguida los decretos de la Convenció n, concedió al operario el privilegio de maestro impresor, encargá ndole o icialmente de este trabajo. Despué s de aceptar tan peligroso tı́tulo, el ciudadano Sé chard indemnizó a la viuda entregá ndole las economı́as de su mujer, con las que pagó el material que habı́a en la imprenta. Sin embargo, esto no era todo. Habı́a que imprimir sin la menor dilació n los decretos republicanos. En situació n tan apurada, Sé chard tuvo la suerte de encontrar a un noble marsellé s que no deseaba emigrar a ninguna parte para no perder sus tierras, ni tampoco ponerse en evidencia para no perder la cabeza, por lo que no podı́a comer si no era trabajando.
Ası́ fue como el señ or conde de Maucombe vistió la humilde blusa de regente en una imprenta de provincias, compuso y corrigió por sı́ mismo los decretos que condenaban a muerte a los ciudadanos que ocultaban a los nobles, y el oso, convertido ya en propietario, los hizo ijar en las esquinas quedando así ambos a salvo. En 1795, despué s de haber pasado la peor é poca del terror, Nicolas Sé chard se vio obligado a buscar otro colaborador. Entonces fue un cura, que habı́a sido obispo durante la Restauració n y que se negaba a prestar juramento, quien remplazó al conde de Maucombe hasta el dı́a en que el Primer Cónsul restableció la religión católica. Si bien Jé rô me-Nicolas Sé chard no sabı́a en 1802 leer ni escribir mejor que en 1793, a cambio se habı́a procurado abundantes medios para poder pagar un buen colaborador. El operario que antes se preocupaba tan poco de su porvenir, ahora se hacı́a temer de sus osos y monos. Y es que la avaricia comienza donde la pobreza cesa. El dı́a que el impresor entrevió la posibilidad de hacer fortuna, el interé s desarrolló en é l una inteligencia material de su estado, pero á vida, suspicaz y penetrante. Su prá ctica despreciaba a la teorı́a. Habı́a terminado por calcular en una sola ojeada el precio de una pá gina y de una hoja, segú n el cuerpo de cada cará cter. Probaba a sus ignorantes parroquianos que las letras grandes costaban más de manejar que las inas; si eran pequeñ as, decı́a que eran má s difı́ciles de manipular. Siendo la composició n la parte tipográ ica de la que nada entendı́a, tenı́a tanto miedo a equivocarse que só lo hacı́a contratos leoninos. Si sus cajistas trabajaban por horas, los vigilaba constantemente. Si se enteraba de que algú n fabricante se encontraba en apuros, compraba su papel a un precio irrisorio y lo almacenaba. Desde aquellos tiempos, tambié n, poseı́a la casa donde la imprenta estaba instalada desde tiempo inmemorial. Tuvo toda suerte de dichas: quedó viudo y no tuvo má s que un solo hijo; lo colocó en el liceo de la ciudad, má s que por darle una educació n, por prepararse un sucesor; le trataba severamente a in de prolongar la duració n de su poder paternal; en consecuencia, los dı́as de vacaciones le hacı́a trabajar en las cajas para que, segú n le decı́a, aprendiera a ganarse la vida a in de que un dı́a pudiera recompensar a su pobre padre que se mataba por instruirle. A la marcha del sacerdote, Sé chard escogió como regente a aquel de sus cuatro cajistas que el futuro obispo le señ aló como el má s honrado e inteligente. De este modo el hombre se encontró en situació n de esperar el momento en que su hijo pudiera dirigir el establecimiento, que entonces se ampliarı́a bajo jó venes y há biles manos. David Sé chard hizo unos brillantes estudios en el liceo de Angulema. A pesar de que como oso, advenedizo y sin conocimientos ni considerablemente, el tı́o Sé chard envió a su hijo a Parı́s para que estudiara alta tipografı́a, pero le hizo una recomendació n tan ené rgica de amasar una buena suma en una regió n a la que llamaba el paraı́so de los obreros, dicié ndole que no contara con la bolsa paterna, que veı́a, sin duda, un medio de llegar a sus ines en esa estancia en el paı́s de la Sabidurı́a. Mientras aprendı́a su o icio, David terminó su educació n en Parı́s. El regente de los Didot se hizo un sabio. Hacia ines del añ o 1819, David Séchard abandonó París sin haber costado un cé ntimo a su padre, quien le llamó para colocar entre sus manos el timó n de sus negocios. La imprenta de Nicolas Sé chard poseı́a por aquel entonces el ú nico diario de anuncios judiciales que existı́a en el departamento, y trabajaba para la Prefectura y el Obispado, tres clientelas que deberı́an proporcionar una gran fortuna a un joven activo.
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