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«La Señora Baptiste»

✒ Autor
📖 Paginas10
⏰ Tiempo de leer 20 minutos
💡 Fecha de publicación1882
🌏 Idioma original Francés
📌 Tipos Cuento , Novela
📌 Géneros Psicológica, Realismo, Social
📌 Secciones Novela psicológica , Novela realista , Novela social

Leer el libro

Cuando entré en la sala de espera de la estación de Loubain, mi primera mirada fue para el reloj. Tenía que esperar el expreso para París dos horas y diez minutos. Me sentía cansado como si hubiera recorrido diez leguas a pie; miré a mi alrededor como para descubrir en las paredes alguna forma de matar el tiempo; luego volví a salir y me senté delante de la puerta de la estación con el espíritu preocupado por el deseo de inventar algo que hacer. La calle, una especie de bulevar plantado de flacas acacias, entre dos filas de casas desiguales y diferentes, casas de ciudad pequeña, subía hacia una especie de colina; y al final se veían árboles como si terminara en un parque. De vez en cuando un gato cruzaba, saltando los arroyos de manera delicada. Un perro pequeño apresurado olfateaba el pie de todos los árboles, buscando restos de comida. No veía a ninguna persona.
Un melancólico desaliento me invadió. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Ya estaba pensando en la interminable e inevitable sesión en el pequeño café del ferrocarril, ante una caña imbebible, y el ilegible periódico del lugar, cuando divisé un cortejo fúnebre que salía de una calle lateral para tomar aquélla en la que yo me encontraba. Pero pronto mi atención aumentó. El muerto solamente iba acompañado de ocho hombres, uno de los cuales lloraba. Los otros charlaban amigablemente. No lo acompañaba ningún sacerdote. Pensé: «Es un entierro civil»; luego consideré que una ciudad como Loubain debía contener al menos un centenar de librepensadores que habrían considerado como un deber manifestarse y asistir. Entonces ¿qué? La marcha rápida del cortejo decía bien a las claras, no obstante, que se enterraba a ese difunto sin ceremonia, y por consiguiente, sin religión.
Mi curiosidad desocupada se lanzó a inventar las hipótesis más complicadas; pero cuando el coche fúnebre pasó por delante de mí, se me ocurrió la extravagante idea de seguirlo junto a aquellos seis señores. Podía ocupar así al menos una hora, y eché a andar, con expresión triste, detrás de los demás. Los dos últimos se volvieron sorprendidos y luego se hablaron en voz baja. Sin duda se preguntaban si yo era del pueblo. Luego consultaron a los de delante que, a su vez, se pusieron a mirarme. Esta atención inquisidora me molestaba, y para acabar con ella, me acerqué a mis vecinos. Tras saludarlos, dije: «Les pido perdón, señores, si interrumpo su conversación, pero, al ver un entierro civil, me he apresurado a seguirlo sin conocer, por otra parte, al difunto que acompañan ustedes». Uno de los señores dijo: «Es una difunta». Me quedé sorprendido y pregunté: «Pero es un entierro civil, ¿no?». El otro señor, que evidentemente deseaba ponerme al corriente, tomó la palabra: «Sí y no. El clero nos ha negado la entrada a la iglesia». Entonces lancé un «¡Ah!» de estupefacción. No comprendía absolutamente nada.
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