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«La boda del lugarteniente Laré»

✒ Autor
📖 Paginas7
⏰ Tiempo de leer 20 minutos
💡 Fecha de publicación1878
🌏 Idioma original Francés
📌 Tipo Cuento

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Desde el comienzo de la campaña, el lugarteniente Laré arrebató a los prusianos dos cañones. Su general le dijo: "Gracias lugarteniente", y le entregó la cruz de honor.
Como él era tan prudente como valiente, sutil, inventivo, lleno de astucias y recursos, se le confió un centenar de hombres y organizó un servicio de exploradores que, en las retiradas, salvó muchas veces a la armada.
Pero como un mar desbordado, la invasión penetraba por toda la línea fronteriza. Se trataba de enormes oleadas de hombres que llegaban, unos a continuación de los otros, dejando tras ellos un desecho de merodeadores. La brigada del general Carrel, separada de su división, retrocedía sin cesar, batiéndose día tras día, pero se mantenía casi intacta, gracias a la vigilancia y celeridad del lugarteniente Laré, que parecía estar por todas partes al mismo tiempo, desbarataba todas las artimañas del enemigo, burlaba sus previsiones, desorientaba a sus ulanos, asesinaba sus avanzadillas.
Una mañana, el general lo hizo llamar: "Lugarteniente — dijo — tengo aquí un despacho del general de Lacère que está perdido si nosotros no llegamos en su auxilio mañana al amanecer. Está en Blainville, a ocho horas de aquí. Usted partirá al caer la noche con trescientos hombres que irá relevando a lo largo del camino. Yo les seguiré dos horas despúes. Estudie la ruta con atención; temo encontrar una división enemiga.
El frío era intenso desde hacía ocho horas. Dos horas antes la nieve comenzó a caer; por la noche la tierra estaba cubierta y densos remolinos blancos hacían volar los objetos más próximos. A las seis, el destacamento se puso en marcha. Dos hombres iban en avanzadilla, solos, trescientos metros por delante. Después venía un pelotón de diez hombres bajo las órdenes del propio lugarteniente. El resto avanzaba a continuación en dos largas columnas.
A trescientos metros sobre el flanco de la pequeña tropa, a derecha e izquierda, algunos soldados iban de dos en dos. La nieve, que caía sin parar, les cubría de un blanco polvo en la sombra; ésta no se derretía sobre sus ropas, de forma que, a medida que oscurecía, apenas manchaban la palidez uniforme del campo.
Hacíamos una parada de vez en cuando. En esos momentos no escuchábamos más que el innombrable arrugamiento de la nieve que cae, más sensación que ruído, suave murmullo, siniestro y vago. Una orden se comunicaba en voz baja, y, cuando la tropa volvía a ponerse en marcha, dejaba detrás de ella como una especie de fantasma blanco por encima de la nieve. Poco a poco se iba borrando y terminaba por desaparecer. Eran los escalafones jerárquicos los que debían guiar a la armada.
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