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«Ese cerdo de Morin»

✒ Autor
📖 Paginas18
⏰ Tiempo de leer 45 minutos
💡 Fecha de publicación1882
🌏 Idioma original Francés
📌 Tipos Cuento , Novela
📌 Géneros Realismo, Humor
📌 Secciones Novela realista , Novela de humor

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— Eso, amigo mío — dije a Labarde — ; ¡esas cuatro palabras que acabas de pronunciar, “ese cerdo de Morin”! ¿Por qué diablos nunca he oído hablar de Morin sin que se le tratase de cerdo?
Labarde, hoy diputado, me miró con ojos de gato asustado.
— Pero ¡cómo! ¿No sabes la historia de Morin? ¿Y tú eres de La Rochelle?
Confesé que no sabía la historia de Morin. Entonces Labarde se frotó las manos de satisfacción, y comenzó su relato.
— Tú has conocido a Morin y recuerdas su gran almacén de mercería en el muelle de La Rochelle, ¿no?
— Sí, perfectamente.
— Pues bien, en mil ochocientos sesenta y dos, o sesenta y tres, Morin fue a pasar quince días a París, un viaje de placer, o de placeres, pero con el pretexto de renovar las existencias de su comercio. Tú sabes lo que es, para un comerciante de provincias, quince días en París. Eso les enciende la sangre. Todas las noches espectáculos, roces de mujeres, una continua excitación anímica. Se vuelven locos. No ven más que bailarinas con vestidos de malla, actrices descotadas, piernas redondas, hombros soberbios, y todo esto casi al alcance de la mano, sin que se atrevan o puedan tocarlo; pues apenas si disfrutan, una o dos veces, de algunos manjares inferiores. Y se van con el corazón conmovido y el alma toda alegre, con unas ansias de besos que aún les cosquillean en los labios. Morin se hallaba en este estado cuando tomó su billete para La Rochelle en el expreso de las ocho cuarenta de la noche, y se paseaba lleno de confusos sentimientos por la gran sala de la estación de Orléans cuando se paró en seco ante una joven mujer que besaba a una anciana señora. Se había levantado el velo y Morin, maravillado, murmuró:
— ¡Oh, qué mujer más guapa!
Cuando se despidió de la señora anciana, entró en la sala de espera, y Morin la siguió también; luego subió a un vagón vacío, y Morin la siguió hasta allí. Había pocos viajeros para el expreso. La locomotora silbó y el tren arrancó. Iban solos. Morin se la comía con los ojos. Tendría de diecinueve a veinte años; era rubia, alta y de porte desenvuelto. Se enrolló a las piernas una manta de viaje y se extendió sobre los asientos intentando dormir. Morin se preguntaba: “¿Quién será?” Y mil suposiciones y proyectos pasaban por su mente. Se decía: “Ocurren tantas aventuras en el tren... Tal vez se me presente una a mí. ¿Quién sabe? Ha llegado tan rápidamente esta buena suerte... Quizá me bastaría con ser un poco audaz. ¿No fue Danton quien dijo: 'Audacia, audacia y siempre audacia?' Y si no fue Danton, fue Mirabeau; ¡qué más da! Sí, pero yo carezco de audacia; ahí está la dificultad. ¡Oh, si supiese, si pudiese leer el pensamiento de los demás! Apuesto a que pasamos todos los días, sin darnos cuenta, al lado de ocasiones magníficas. Sin embargo, le sería suficiente un gesto para indicarme que no desea otra cosa...” Entonces se planteó una infinidad de combinaciones que lo conducían al triunfo. Imaginaba una entrada de aspecto caballeresco; pequeños favores que le hacían; una conversación viva, galante, que terminaba con una declaración que a su vez terminaba en... lo que estás pensando. Sin embargo, la noche transcurría y la hermosa joven seguía durmiendo, mientras Morin tramaba su ruina. Amaneció, y muy pronto el primer rayo del sol, un buen rayo luminoso que venía del horizonte, cayó sobre el dulce rostro de la viajera dormida. Se despertó, se sentó, miró el campo, miró a Morin y sonrió. Sonrió como una mujer feliz, con un aire atractivo y alegre. Morin se estremeció de repente. Sin duda esa sonrisa era para él, era una invitación discreta, el indicio soñado que esperaba. Y esa sonrisa quería decir: “Es usted un estúpido, un necio, un memo; estarse ahí, como un palo, en su asiento desde anoche.
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