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«The goose-girl at the well» in Spanish

La pastora de ocas en la fuente

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✒ Author
📖 Pages9
⏰ Reading time 45 minutes
💡 Originally published1843
🌏 Original language German
📌 Type Fairy tale
📌 Genres Children's literature, Adventure, Parable

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La pastora de ocas en la fuente: read the book

En una ocasión había una buena vieja que vivió con una manada de gansos en un desierto en medio de las montañas, donde tenía su habitación. El desierto se hallaba en lo más espeso de un bosque, y todas las mañanas cogía la vieja su muleta e iba a la entrada del bosque con paso trémulo. Una vez allí, la buena vieja trabajaba con una actividad de que no se la hubiera creído capaz al ver sus muchos años, recogía hierba para sus gansos, alcanzaba las frutas salvajes que se hallaban a la altura a que podía llegar, y lo llevaba luego todo a cuestas. Parecía que iba a sucumbir bajo semejante peso; pero siempre le llevaba con facilidad hasta su casa. Cuando encontraba a alguien le saludaba amistosamente. "Buenos días, querido vecino, hace muy buen tiempo. Os extrañará sin duda que lleve esta hierba; pero todos debemos llevar acuestas nuestra carga." No gustaba, sin embargo, a nadie el encontrarla y preferían dar un rodeo, y si pasaba cerca de ella algún padre con su hijo, le decía: "Ten cuidado con esa vieja; es astuta como un demonio; es una hechicera."
Una mañana atravesaba el bosque un joven muy guapo; brillaba el sol, cantaban los pájaros, un fresco viento soplaba en el follaje, y el joven estaba alegre y de buen humor. Aún no había encontrado un alma viviente, cuando de repente distinguió a la vieja hechicera en cuclillas cortando la hierba con su hoz. Había reunido ya una carga entera en su saco y al lado tenía dos cestos grandes, llenos basta arriba de peras y manzanas silvestres. "Abuela," le dijo, "¿cómo pensáis llevar todo eso?" - "Pues tengo que llevarlo, querido señorito," le contestó, "los hijos de los ricos no saben lo que son trabajos. Pero a los pobres se les dice:
Es preciso trabajar,
No habiendo otro bienestar."
"¿Queréis ayudarme?" añadió la vieja viendo que se detenía, "aún tenéis las espaldas derechas y las piernas fuertes: esto no vale nada para vos. Además, mi casa no está lejos de aquí: está en un matorral, al otro lado de la colina. Treparéis allá arriba en un instante." El joven tuvo compasión de la vieja, y la dijo: "Verdad es que mi padre no es labrador, sino un conde muy rico; sin embargo, para que veáis que no son sólo los pobres los que saben llevar una carga, os ayudaré a llevar la vuestra." - "Si lo hacéis así," contestó la vieja, "me alegraré mucho. Tendréis que andar una hora; ¿pero qué os importa? También llevaréis las peras y las manzanas." El joven conde comenzó a reflexionar un poco cuando le hablaron de una hora de camino; pero la vieja no le dejó volverse atrás, le colgó el saco a las espaldas y puso en las manos los dos cestos. "Ya veis," le dijo, "que eso no pesa nada." - "No, esto pesa mucho," repaso el conde haciendo un gesto horrible, "vuestro saco es tan pesado, que cualquiera diría que está llenó de piedras; las manzanas y las peras son tan pesadas como el plomo; apenas tengo fuerza para respirar." Tenía mucha gana de dejar su carga, pero la vieja no se lo permitió. "¡Bah! no creo," le dijo con tono burlón, "que un señorito tan buen mozo, no pueda llevar lo que llevo yo constantemente, tan vieja como soy. Están prontos a ayudaros con palabras, pero si se llega a los hechos, sólo procuran esquivarse. ¿Por qué," añadió, "os quedáis así titubeando? En marcha, nadie os librará ya de esa carga." Mientras caminaron por la llanura, el joven pudo resistirlo; pero cuando llegaron a la montaña y tuvieron que subirla, cuando las piedras rodaron detrás de él como si hubieran estado vivas, la fatiga fue superior a sus fuerzas. Las gotas de sudor bañaban su frente, y corrían frías unas veces, ardiendo otras, por todas las partes de su cuerpo. "Ahora," la dijo, "no puedo más, voy a descansar un poco." - "No," dijo la vieja, "cuando hayamos llegado podréis descansar; ahora hay que andar. ¿Quién sabe si esto podrá servirte para algo?" - "Vieja, eres muy descarada," dijo el conde. Y quiso deshacerse del saco, mas trabajó en vano, pues el saco estaba tan bien atado como si formara parte de su espalda. Se volvía y revolvía, pero sin conseguir soltar la carga. La vieja se echó a reír, y se puso a saltar muy alegre con su muleta. "No os incomodéis, mi querido señorito," le dijo, "estáis en verdad encarnado como un gallo; llevad vuestro fardo con paciencia; cuando lleguemos a casa os daré una buena propina." ¿Qué había de hacer? tenía que someterse y arrastrarse con paciencia detrás de la vieja, que parecía volverse más lista a cada momento mientras, que su carga era cada vez más pesada. De repente toma carrera salta encima de su saco, y se sienta sobre él; aunque estaba ética, pesaba doble que la aldeana más robusta. Las rodillas del joven temblaron; pero cuando se detenía, le daba en las piernas con una varita. Subió jadeando la montaña y llegó por último a la casa de la vieja, en el mismo momento en que, próximo a sucumbir, hacía el último esfuerzo. Cuando los gansos distinguieron a la vieja extendieron sus picos hacia arriba, sacaron el cuello hacia adelante, y salieron a su encuentro dando gritos de "¡hu! ¡hu!" Detrás de la bandada iba una muchacha alta y robusta pero fea como la noche. "¡Madre!" dijo a la vieja, "¿os ha sucedido algo? Habéis estado fuera mucho tiempo." - "No, hija mía," la contestó, "no me ha sucedido nada malo, por el contrario, este buen señorito, que ves aquí, me ha traído mi hierba, y además, como yo estaba cansada, me ha traído también a cuestas. El camino no me ha parecido muy largo, estábamos de buen humor y hemos tenido una conversación muy agradable." La vieja, por último, se dejó caer al suelo, quitó la carga de la espalda del joven, los cestos de sus manos, le miró alegremente, y le dijo: "Ahora sentaos en ese banco que está delante de la puerta, y descansad. Habéis ganado lealmente vuestro salario y no le perderéis." Después dijo a la joven que cuidaba los gansos: "Vuelve a casa, hija mía, no está bien que te quedes aquí sola con este señorito; no se debe poner la leña junto al fuego, podría enamorarse de ti." El conde ignoraba si debía reírse o llorar. Una mujer de esa clase, dijo por lo bajo, no podía esperar mucho de mi corazón, aunque no tuviera más que treinta años. La vieja sin embargo, cuidó a los gansos como si fueran sus hijos; después entró con su hija en su casa. El joven se echó en el banco bajo un manzano silvestre. La atmósfera estaba serena y no hacia calor; alrededor suyo se extendía una pradera de prímulas, tomillo y otras mil clases de flores; en su centro murmuraba un claro arroyo, dorado por los rayos del sol, y los blancos gansos se paseaban por la orilla o se sumergían en el agua. "Este lugar es delicioso," dijo, "pero estoy tan cansado, que se me cierran los ojos; quiero dormir un poco, siempre que el aire no me lleve las piernas, pues están tan ligeras como la hierba."
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